De aguacero en aguacero

La Semana Santa me trae siempre sabor a zurracapote que es lo que se bebe en Briones estos días, así que observo estas tradiciones envuelto en ese dulzor con respeto, porque creo que la complejidad de los ritos es siempre signo de civilización y también porque esta es una expresión netamente popular en la que las costumbres y las ceremonias se entrelazan dándole un perfecto aire barroco a estos primeros días de la primavera. La teatralidad, el drama y el efectismo son parte fundamental de nuestro sustrato cultural: «¿Quién me presta una escalera para subir al madero, para quitarle los clavos a Jesús el Nazareno?». En ese desgarro lanzado al aire palpita una fuerza ancestral que se seguirá cantando, porque las escenas que nos brindan cada año las procesiones y todo el folclore adjunto son siempre postales de una intensidad que no hace falta orquestar, brota por cualquier esquina como en aquella foto de Juan Marín en la procesión de las Siete Palabras de Logroño en la que aparecía una saetera con mantilla y minifalda. Tras la mujer –puntillas de encaje negro y escote palabra de honor– se alzaba el estandarte de la Segunda Palabra: «Hoy estarás conmigo en el paraíso».

A veces se olvida el hecho de que este es un movimiento antiguo nacido de familias, agrupaciones, hermandades y cofradías, por eso Chaves Nogales defendía que los dos enemigos natos de la Semana Santa eran el cardenal y el gobernador (la Iglesia y el poder político), porque a esas dos instituciones les inquieta siempre mucho que haya otras fuerzas capaces de organizarse libremente y con tal poder de movilización. Pero, como ha sucedido otras veces, este año ha habido un tercer enemigo: el tiempo. El temporal Nelson obligaba a suspender la Madrugá de Sevilla, hizo imposible el Encuentro de Logroño, canceló la Procesión del Silencio de Calahorra y encerró a los Picaos de San Vicente en la Iglesia de Santa María La Mayor.

La calma ha sido engañosa porque la primavera es traviesa e imprevisible, y los pasos han marchado por España como el barco Pequod en ‘Moby Dick’: de aguacero en aguacero. Por eso hemos visto otras escenas dramáticas de cofrades abrazados y nazarenos con el capirote bajo el brazo camino de casa entre lágrimas de decepción. Este escenario ha tenido otra vez su público, el que se alegra de esas lágrimas y celebra las cancelaciones encaramado en el tenderete de sus prejuicios. Desde ese pedestal se ríen de los sentimientos ajenos, a los que insultan repitiendo que los cofrades sacan a pasear muñequitos de madera. Es asombrosa esa obsesión de tanta gente por despreciar lo propio y abrazar luego cualquier tradición lejana. Nunca lo voy a entender, pero con este fenómeno también hay que convivir.

Carlos Santamaría – Artículo publicado en Diario La Rioja

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